En este recorrido espléndido por la ciudad de México, he visitado lugares de gran tradición que, por efectos de la mercadotecnia, la simple vecindad o la ignorancia supina, poco se sabe de ellos. En la aventura he tenido la fortuna de encontrarme con muy buenos amigos, entre ellos I. Pilar, Pepe, y Lorenzo, que me presentó, con todos lo honores, a la cantina La Campana.
Situada casi en la convergencia de Chapultepec y Doctor Río de la Loza, se trata de un lugar de dimensiones reducidas, limpias instalaciones, una barra modesta pero bien surtida, una cocina decente y una rockola ruidosa. Lo más importante, lo luminoso de La Campana es su servicio. Los meseros, entrenados en las rudas tareas de una cantina, hacen su mejor esfuerzo por complacer al parroquiano: tragos generosos que se disfrutan, por lo ejemplo, al calor de un buen consomé de carnero, que sirven los viernes. O unos tacos de barbacoa que ya envidiaría Cándido, el excelente barbacoyero de Acaxochitlán, Hidalgo.
El servicio, decía, es platicador y muy confianzudo. Pero esa campechanez se justifica al revisar, de una ojeada, a la concurrencia: periodistas, hombres iracundos por que "les ahorcaron la mula", familias que acuden a probar las tortas de La Campana que, dicen, son excelente.
Es decir, un pequeño círculo de clientes al que los meseros identifican inmediatamente. Y eso se nota en la primera copa: bien servida, con precisión y respeto.
Los precios son justos y es posible estacionar el auto muy cerca de la entrada. Ahí lo cuida un pintoresco personaje críado en las artes de la charrería, del cual hablaré en otra ocasión.
La Campana. Saberse entre camaradas es un lujo que, en la megalópolis, no tiene precio.
martes, abril 26, 2005
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