Mi madre suele decir que los meses de octubre y noviembre son los de mayor concentración de sabores, colores y aromas de la cocina mexicana... y estoy de acuerdo.
Es en estos días que los moles, las tortillitas recién hechas, los pipianes y los pascales, los tamales cernidos, los atoles y demás alimentos y bebidas de nuestra cocina primigenia despiertan en un despliegue fastuoso.
Vayamos por parte para describir las emociones que esta época nos inspira. Y sirva para contarles una anécdota personal.
Hace algunos otoños, los hermanos Gómez Manzanares emprendíamos un ritual anual de relevancia impostergable para mantener las tradiciones de la época, y acompañabamos a nuestra mamá a la panadería La Esperanza: una panadería tradicional, en las calles de Santos Degollado, (o, ¿no será De Gollado?) donde los propietarios nos abrían las puertas de ese mundo delicioso que es la repostería tradicional mexicana. (Por cierto, a la fecha, La Esperanza mantiene intacta la calidad de sus bolillos y panes de dulce, famosos en la comarca)
Pues bien, acudíamos y nos poníamos a batir, revolver, hornear y decorar conchas, hojaldras y otros panes exquisitos. Pasábamos horas en la panadería, maravillados con el funcionamiento de un horno de ladrillo donde se cocían nuestras creaciones.
Al caer la tarde, regresábamos a la casa cargados con varias cajas de nuestra orgullosa manufactura. Obviamente, consumíamos con singular alegría: unos panes, para la ofrenda que cada año sigue erigiendo mi madre querida, otro tanto para el regalo de amigos y vecinos, y una parte sustancial, (supongo que una buena parte) se quedaba para la familia.
En realidad, esa práctica, que habría de desaparecer cuando crecimos y nos dedicamos a cosas supuestamente más "importantes", es uno de los recuerdos fundamentales que yo guardo de la cocina hogareña. Y un orgullo sincero por haber comido el pan quen yo mismo he horneado.
Pero el asunto de los panes era, apenas, el inicio del desfile gastronómico de la época, y la cocina de la casa paterna se convertía pronto en un laboratorio donde se desvenaban chiles, se molía pepita y cacahuate... la estufa, atestada con los cocimientos de calabazas rotundas y tamales vaporosos que se preparaban siguiendo las estrictas reglas de la cocina auténtica de la sierra norte de Puebla.
Hoy, cientos de personas siguen manteniendo esta tradición intacta. Y a ellos, desde esta ciudad portentosa, les digo que sigan así, y que instruyan a sus hijos, a sus nietos, a sus sobrinos. Cocinar es un acto de amor, y cocinar en memoria de personas amadas, un acto de sinceridad a toda prueba.
Aldrin Lenin, desde la ciudad de México.
miércoles, noviembre 02, 2005
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