Una vorágine. Un huracán pernicioso que dañó mis estructuras elementales me ha llevado, recién, a la Cantina de los Remedios, en Insurgentes, y al restaurante de Diego Luna, en la Condesa.
De la Cantina diré que los vicios de las franquicias se apoderaron de un establecimiento que debería cuidar más los detalles. Sin la cálida personalidad del local poblano, en donde nació el concepto, la versión que se encuentra operando frente al World Trade Center, en el Distrito Federal, tiene ese aire ascéptico que caracteriza a las franquicias exitosas. Una banda -híbrida, entre norteña y marimbera- dedica a la concurrencia una ensalada insípida de lugares comunes de la borrachera. El servicio, esmerado aunque un poco distraído, llega a su fase tiránica en punto de las dos de la mañana, cuando corre a los parroquianos y cambia los vasos por los inefables recipientes plásticos de esa hora de la madrugada.
Un detalle interesante es el carrito de tacos de filete que pasea entre las mesas alrededor de la medianoche. Buenos tacos asados a las brasas, con esa ligera consistencia pastosa de la carne medio hecha.
Se pagan 500 pesos por tres horas de cubas y terrys campechanos. Nada mal, en esta ciudad en la que, por puro snobismo, el Bacardi Blanco se ha convertido en un incomprensible signo de status.
De Nicotina. El sitio es pequeño y se atiborra. Está de moda, ni duda cabe, y la mezcla de diseño y rostros bellos lo vuelve un imprescindible de la noche defeña. Buen servicio, aunque improvisado, ofrece una carta decente con especialidades diversas. Me tocó la noche brasileira y, lamentablemente, no pudimos entender el concepto que los dueños pretendieron presentar: desde luego, las tangas de las brasileñas son más pequeñas.
miércoles, marzo 02, 2005
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