jueves, septiembre 07, 2006

Cocina mexicana en Septiembre

Apasionados, los mexicanos hemos llegado a este septiembre de 2006 enmedio de una situación política inédita e interesante. Y con un gran apetito y antojo por estas maravillas de la cocina que, en Septiembre, se convierten en rituales, ceremonias y festejos.

Es verdad que, en muchos casos, el mercado se rige por designios inexplicables -en realidad, tienen su razón de ser- y satura la oferta gastronómica con festivales y las consabidas especialidades del mes.

Pero la otra verdad es que la especialización y la profesionalización, así como el acceso a tecnologías y sistemas de abasto más eficientes -por cierto, ya viene el Abastur 2006, que promete ser un evento de gran relevancia para la industria restaurantera y del turismo en México- permiten disfrutar las delicias de nuestra cocina durante todo el año. Con sus excepciones, desde luego.

Por eso, este Septiembre voy a dedicarlo a este amor profundo que siento por la cocina mexicana y comenzaré con uno de sus exponentes notables, que es el pozole.

De orígenes evidentemente prehispánicos, el pozole se instaló como "plato de fiesta" en los estados de Guerrero, Morelos, Jalisco y Michoacán, para adaptarse, con ciertas variaciones propias, en los estados de Colima y Sonora, aunque es posible afirmar que cada estado de la república mexicana lo cobija con su propia y deliciosa interpretación, como ocurre en Puebla y los famosos pozoles de Izúcar de Matamoros, al sur de ese hermoso estado.

Exuberante y vasto, este platillo, preparado con maíz cacahuazintle, que es una variedad especial y cuyas semillas, reventadas en el plato, le confieren su personalidad abundante, se sirve en cazuelas o tazones hondos, acompañado de carne de cerdo deshebrada –algunas versiones cambian por pechuga de pollo o camarones, como ocurre en algunos sitios de la costa del pacífico mexicano-, cebolla picada y un buen chorro de limón. Al pozole se le espolvorea orégano y chile molido. Tal es la versión básica de este platillo inigualable, pero…

Aquí comienzan las complicaciones: para muchas personas, el auténtico pozole es el guerrense, blanco o verde, al que se le añade chicharrón, lechuga, aguacate, rábanos y se acompaña con pequeñas tostadas. Un entremés de chalupitas de chilapa no le viene mal al humeante plato de pozole, que en las cálidas tierras surianas suele servirse al caer la tarde, acompañado del mezcal exquisito que por esos rumbos se produce. Los “jueves pozoleros” son fiestas en Chilpancingo, Iguala, Taxco, Zihuatanejo y Acapulco, y buenos preparativos para el ánimo festivo de los entrañables paisanos.

Mi madre, guerrerense orgullosa, nos enseñó a disfrutar y a preparar el pozole como se hace en el Valle de Iguala. Recuerdo su escrupuloso cuidado para escoger el mejor maíz y las mejores piezas de carne. Por la noche, una olla gigantesca se quedaba en el fogón para que, entrada la mañana, el guiso estuviera listo. El pozole que hacía en Huauchinango, para celebrar a la vida y los amigos, siempre gozó del reconocimiento de propios y extraños.

A propósito, en la ciudad de México, el mejor pozole que he probado lo descubrí gracias a Manuel Lanzagorta, quien, un buen día, me llevó a un misterioso edificio de departamentos en la esquina de Guerrero y Reforma. Ahí, entramos a un restaurante discreto, instalado en el segundo piso del inmueble, donde nos atendieron solícitamente mientras nos servían estupendos platos de pozole guerrerense auténtico. Manuel pidió “un café” ante mi sorpresa y desaprobación, al considerarme un experto en la degustación del platillo. El “café” era, en realidad, un buen topo de mezcal que se disfrazaba, supongo, por las regulaciones de la época, hace unos quince años en esta ciudad de la esperanza.

Yo también pedí mi “café”, desde luego.

Otras personas, sin embargo, no conciben al pozole en otra versión que no sea con chile rojo. Chile guajillo, específicamente, que le confiere un color ardiente a la preparación que, por otra parte, no presenta mayores cambios en las guarniciones con las que se suele acompañar y que son adaptaciones regionales al gusto personal, (se de algunas recetas de pozole a las que se le añade huevos duros o sardinas… cuestión de gustos, digo yo).

Una cadena mexicana, con bastante camino recorrido, ha enfrentado con gran éxito las dificultades que plantea el mercado del fast-food. Y lo hace tan bien que, a la fecha, no conozco un Potzolcalli que haya cerrado por falta de clientela. Yo les sugeriría, modestamente, que imprimieran mayor cuidado en la sazón de sus pozoles que, en realidad, son tan buenos como los tradicionales.

Yo, por lo pronto, ya estoy cabildeando a mi alrededor para que este quince de septiembre se nos sirva un pozole, unas tostadas de tinga y unas margaritas bien hechas. ¡Claro que hay que celebrar! Celebremos esta oportunidad irrepetible que llamamos vida. Y si podemos festejarla con comida mexicana, ¡mejor que mejor!

Aldrin Lenin Gómez-Manzanares