A mi querido hermano Chava, que esta primavera se convirtió en padre.
Son muchas las personas que forman parte de lo que llamo mi "patrimonio moral", y en tal grupo, la familia Heras Velázquez forma parte del núcleo, de las cosas básicas, de los fundamentos y de la estructura que me sostiene.
Todo comenzó en la cocina maravillosa de mis vecinos, amigos y hermanos. Mi madrina -conocedora de los secretos de la cocina auténtica de Huauchinango, fruto de una herencia familiar que, durante generaciones, se ha transmitido el conocimiento-, orquestando lo necesario para atender a mi padrino Abel. Y a Abel Alejandro, Erick Alberto, Ricardo Alonso y a la pequeña Griselda.
Llegaba, entonces, mi padrino fumando sus Raleigh y sirviéndonos café de olla. Ahí pasamos largas tardes sentados a la mesa, en la sobremesa obligada que podía prolongarse por horas. Ahí descubrí la "sal de chinicuil" y los tacos supremos de esta especie codiciada que se reproduce en los magueyes del altiplano: asados en el comal, sólo basta acompañarlos de una buena salsa molcajeteada para convertirse en un platillo insuperable. O las "panzas", esos hongos gigantes que crecen en los encinales de la Cima de Togo, en las alturas limítrofes de Ahuazotepec y Cuatepec, en Puebla e Hidalgo, respectivamente, a dónde mi padrino Abel nos llevaba de vez en cuando, en plan de exploradores.
Ricardo, ahora casado con la bella Naye, me recuerda esas correrías a los riachuelos de "La Fábrica", La Morena, Santa Catarina y el mismo 5 de Mayo, sitios del Huauchinango de los años 70 y 80 que, debo decirlo con gran dolor, ya no existen o se encuentran en proceso de franca destrucción. En esas excursiones -en las que participaban los vecinos en alegre camaradería- nos dedicábamos a nadar en las aguas heladas y transparentes de los pequeños ríos. Y buscábamos chacales, que son un crustáceo de agua dulce que se reproduce en las fuentes de agua que bajan por las montañas del lugar -todavía, en una excursión con Mario Maesse y el Médico Óscar Arce, a mediados de los 90, descubrimos chacales en un río minúsculo del cerro de Tlalcoyunga-. Cuando llegábamos de vuelta, mi madrina Griselda los preparaba en una receta maravillosa, muy parecida a la que se utiliza para servir las famosas Acamayas, otro clásico en extinción de mi tierra.
Muchos años antes, Erick, mi amigo, mi cómplice y mi compañero de secundaria, era el responsable de cocinar la sopa en las expediciones que hacíamos por los alrededores: hábil y práctico -fue Erick quien me enseñó una clave elemental para calentar tortillas: a la plancha o al comal, éstas se calientan, primero, por el lado donde se forma una especie de película delgada. Y luego se voltean un par de veces más. Y punto,- mi amigo encendía la fogata y preparaba la sopa, a la que nunca le faltaban algunas briznas de pasto, o ramitas secas. O quizá algún insecto desafortunado que terminaba incorporándose al potaje cocinado enmedio del bosque, en un día lluvioso.
Años después, en Puebla, capital, las veladas y comelitonas en la casa de los Heras, en Bugambilias, hicieron historia: ahí, la irrepetible pasta al ajo que Abel cocinaba bajo la mirada aprobatoria de la dulce Mayra. De ahí también, partíamos al vecino mercado Zapata a abastecernos de provisiones en las comidas que frecuentemente se organizaban en el departamento de la calle Lirio. O a comer esos gigantescos tacos de bistec que, en épocas de crisis, eran una bendición que no dejaré nunca de recordar.
La vida, ese torrente súbito de acontecimientos, fechas y momentos inasibles, nos llevó por caminos distintos, aunque nunca separados: el camino común de la gratitud y el cariño a prueba de cualquier tormenta sigue guiándome y recordándome mi buena estrella por conocer y ser parte de la historia de los habitantes queridos de la esquina de Rafael Cravioto y La Fragua, en esos días imborrables y, por lo tanto, presentes.
Días de utopías que, aún, nos inspiran para perseguir nuestros sueños.
Aldrin Lenin Gómez-Manzanares