miércoles, noviembre 16, 2005

Juan Ramón, viejo amigo.


Juan Ra es de ese tipo de personajes que toda persona debería conocer en su vida: piloto, navegante, excelente conversador y un amigo sincero, de esos que por los que uno reza y pide que le vaya bien. Siempre. De su autoría, la siguiente receta, digna de un experimentado -que no viejo- lobo de mar y de la vida. Antidogmático y reacio a la ortodoxia, lo que viene es una delicia. Tal cual.

Estimado Amigo, para tu blog, esta receta mía se presentará esta semana en el examen de una amiga mia en el Restoran-Escuela de Carlos Argiñano en Zarautz, Guipuzcoa, España. bon apetit y salute!!!


BICHOS EN SALSA DE ERIZO.
Cucarachas de Mar a la San Xoán para cena de Fin de Año.

Ingredientes:
2 langostas vivas.
8 dientes de ajo grandes.
1 ramita de romero.
400 grs. de mantequilla.
1 ramito de perejil finamente cortado.
Aceite de oliva.
60 grs. de caviar de esturión, o mejor aún 90 grs. de erizo fresco y limpio de arena.
250 grs. de crema de leche.
1 cucharadita de vinagre de vino blanco.
100 grs. de tocineta gorda, cortada en cubos.
Sal y pimienta.

Los Bichos:
A mi en lo personal no me gusta matar las langostas por el método de cocción, mas bien prefiero desfondarlas, esto es cortando una antena gruesa de la langosta, se le mete por el culo y se hala a tal manera que se extraiga la tripa del animal, con esto también se logra limpiar la langosta de sus propios desechos –léase mierda-. Para partir en dos la langosta se puede simplemente cortar con un cuchillo afilado y un martillito, aunque aunque yo prefiero cortar la concha con una segueta para metal, esto para evitar contaminar la carne con fragmentos de concha, y ya una vez cortada la concha; las carnes las separo a cuchillo.

Se sazona la langosta cruda aplicando una capa de aceite de oliva para ayudar a retener la sal, la pimienta y el perejil y se deja condimentar por unas 4 hrs.

El Burro Nero:
A fuego mediano coloco en una cacerola mediana los 400 grs. de mantequilla con sal, pimienta y 4 dientes de ajo prensados, dejo quemar los ingredientes hasta comprobar que el ajo ha quedado carbonizado.

El Alioli:
De manera convencional mezclo a tenedor las yemas de huevo con el aceite de oliva hasta obtener una mahonesa firme, una vez obtenido el punto, agrego la cucharadita de vinagre, salpimento y adiciono 3 dientes de ajo prensados y pasados por mortero.

Obtenido el alioli, calculo una porción igual de crema de leche, a la cual habré de agregarle el caviar o el erizo machacados perfectamente en el mortero. Para esta mezcla se puede usar perfectamente la licuadora. Una vez obtenida la crema con el caviar o el erizo, la incorporo al alioli.

Ya incorporadas, es muy importante rectificar los ingredientes, ya que tanto el ajo, como en el caso del erizo, ambos son de sabor muy fuerte y varía su intensidad dependiendo de su procedencia, estos deben balancearse en sabor perfectamente.

La Fritanga:
En una plancha grande y a máxima temperatura se pone el burro nero, se le agregan la ramita de romero y la tocineta y, tan pronto libere esta última una poca de su grasa, se colocan las langostas en la plancha. Se dejan cocer a fuego máximo por unos 3 minutos y después se finalizan a fuego medio-bajo por unos 6 u 8 minutos más, esto dependiendo del tamaño de los bichos.

Acompañamientos:
Para mí, lo ideal es servirlas acompañadas de unas verduritas miniatura salteadas en mantequilla. El alioli de caviar o erizo se debe poner en una salsera y agregarse ad libitum. Mi sopa tradicional para este platillo ha sido siempre una crema de alcachofas y pimientos morrones con un toque de nuez. Recomiendo un tinto de gran reserva muy equilibrado y de preferencia de aromas florales, le van bien el cabernet franc, el merlot, los caldos bordaleses, mexicanos el Gran Vino Tinto de Chateau Camou, el CF de Monte Xanic y Merlots el de Santo Tomás o el de Viñas de Liceaga, bueno y qué mejor que poder bajarle con un Vega Sicilia!

Receta dedicada a Carla Daniela Pérez G.


Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

miércoles, noviembre 09, 2005

Remedios infalibles


A petición del respetable, un recuento de remedios efectivos para los excesos que se aproximan. Finalmente, luego de esa larguísima y extenuante jornada del Lupe-Reyes (Aunque conozco a algunos que la hacen Lupe-Reyes... Candelaria. Gulp!!!) Nunca sobran algunos consejos para resarcir los daños causados por este espíritu fiestero que nos es propio.

Eso me recuerda la maravilla constituyente de los Caldos Angelita. Ahí fui con la mismísima y adorada María a recuperar fuerzas luego de una fiesta poblana, de las que acostumbraban organizar los radientes 105 punto únicos.

Se trata de un local espacioso, situado en la calle 9 Norte, entre la 10 y la 12 poniente, donde los propietarios sirven auténticos caldos de gallina, hechos como Dios manda: Platos abundantes, servidos con su ración de chiles cuaresmeñenos y cebolla finamente picada, y ese suculento pan poblano que llaman torta de agua: crujiente y fresco, con ese aroma delicioso de la hogaza recién horneada.

Yo nada más veía como los ojitos de María recuperaban ese brillo oscuro, de acero pulido, al saborear las viandas de Caldos Angelita. Desde luego, en el lugar sirven otros manjares: envueltos de mole auténticamente poblano y cemitas exquisitas. Lo único que le reprocharía a este venerable establecimiento, es la pobreza de su carta de cervezas: sólo venden cerveza Indio que, desde la perspectiva de este modesto tecleador, no tiene la personalidad de, digamos, una buena Victoria helada. Pero es pura cuestión de preferencias. (Ya me imagino a la legión de amigos poblanos para los que la Indio es la cerveza de cervezas... Disculpas, pues).

Caldos Angelita tiene dos sucursales aunque, se me hace, una de ellas es el negocio original, situada en las inmediaciones de la zona de ferreteras de la Angelópolis, entre las calles 8 y 6 poniente. La otra, más modesta, se encuentra cerca de La Fayuca, sobre el Boulevard Norte. Las tres, garantía absoluta de reparación. Garantizada, de veras.

Pues esa afición por los caldos, las sopas y los potajes me viene desde hace muchos años. Tan amplia es la oferta mexicana de esas especialidades, que a un buen restaurante, fonda, bar o cantina se le reconoce por la calidad de esos platillos. En la Ciudad de México, recuerdo con especial ternura a los Caldos de El Paisa, en la calle de López, muy cerca de esa mítica carnicería que es La Alicia. Ahora mismo les diré por qué El Paisa es uno de los más venerables establecimientos de su tipo.

Sucede que, durante la época de los "carros de mulas", primero; y de los tranvías eléctricos, después, en las calles aledañas a San Juan de Letrán existía una estación llamada de "Indianilla". Para atender la demanda de viajeros, conductores y chalanes, se instalaron negocios de caldos que trabajaban todo el día. Pero era en la madrugada cuando la actividad de "Los Caldos de Indianilla" presentaban una febril actividad. A ese lugar iban los intelectuales, los aristócratas, los artistas, los políticos trasnochados (¡Sí!, ¡Desde entonces existían!) y la gente del pueblo: periodistas, voceadores, mecánicos, campesinos, obreros, damas de la vida tormentosa -aunque, pensándolo bien, dónde habitarán más las tormentas sino es en aquellas que se hacen llamar buenas conciencias- y un largo desfile de personajes diversos. Todos, tenían una misión, curar sus penas y sus crudas en los famosos caldos.

Con el tiempo, la estación desapareció y la llegada de ejes viales, viaductos y demás inventos "modernos" sepultaron a los establecimientos de la zona. No tanto, diría yo. Ir de nuevo a ese barrio e imaginar el ajetreo de antaño, se un aliciente. Y, por lo menos, el Paisa sigue haciendo, con su buen servicio, honor a sus venerables antepasados.

Esta historia, continuará...

Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

miércoles, noviembre 02, 2005

Noviembre exquisito

Mi madre suele decir que los meses de octubre y noviembre son los de mayor concentración de sabores, colores y aromas de la cocina mexicana... y estoy de acuerdo.

Es en estos días que los moles, las tortillitas recién hechas, los pipianes y los pascales, los tamales cernidos, los atoles y demás alimentos y bebidas de nuestra cocina primigenia despiertan en un despliegue fastuoso.

Vayamos por parte para describir las emociones que esta época nos inspira. Y sirva para contarles una anécdota personal.

Hace algunos otoños, los hermanos Gómez Manzanares emprendíamos un ritual anual de relevancia impostergable para mantener las tradiciones de la época, y acompañabamos a nuestra mamá a la panadería La Esperanza: una panadería tradicional, en las calles de Santos Degollado, (o, ¿no será De Gollado?) donde los propietarios nos abrían las puertas de ese mundo delicioso que es la repostería tradicional mexicana. (Por cierto, a la fecha, La Esperanza mantiene intacta la calidad de sus bolillos y panes de dulce, famosos en la comarca)

Pues bien, acudíamos y nos poníamos a batir, revolver, hornear y decorar conchas, hojaldras y otros panes exquisitos. Pasábamos horas en la panadería, maravillados con el funcionamiento de un horno de ladrillo donde se cocían nuestras creaciones.

Al caer la tarde, regresábamos a la casa cargados con varias cajas de nuestra orgullosa manufactura. Obviamente, consumíamos con singular alegría: unos panes, para la ofrenda que cada año sigue erigiendo mi madre querida, otro tanto para el regalo de amigos y vecinos, y una parte sustancial, (supongo que una buena parte) se quedaba para la familia.

En realidad, esa práctica, que habría de desaparecer cuando crecimos y nos dedicamos a cosas supuestamente más "importantes", es uno de los recuerdos fundamentales que yo guardo de la cocina hogareña. Y un orgullo sincero por haber comido el pan quen yo mismo he horneado.

Pero el asunto de los panes era, apenas, el inicio del desfile gastronómico de la época, y la cocina de la casa paterna se convertía pronto en un laboratorio donde se desvenaban chiles, se molía pepita y cacahuate... la estufa, atestada con los cocimientos de calabazas rotundas y tamales vaporosos que se preparaban siguiendo las estrictas reglas de la cocina auténtica de la sierra norte de Puebla.

Hoy, cientos de personas siguen manteniendo esta tradición intacta. Y a ellos, desde esta ciudad portentosa, les digo que sigan así, y que instruyan a sus hijos, a sus nietos, a sus sobrinos. Cocinar es un acto de amor, y cocinar en memoria de personas amadas, un acto de sinceridad a toda prueba.

Aldrin Lenin, desde la ciudad de México.