jueves, abril 27, 2006

De copas por Puebla

Lo prometido es deuda: va una guía imprescindible de las tabernas básicas, indispensables para el poblano, el forastero, el visitante ocasional, el turista inquisidor o el explorador que todos quisimos ser, en esa ciudad luminosa -el maestro Héctor Azar decía que que la peculiaridad de la ciudad de Puebla era, precisamente, la luz que la inunda la mayor parte del año- que es la Angelópolis.

La hora apropiada para iniciar esta expedición será fijada alrededor del mediodía. Es imprescindible contar, por lo menos, con un compañero de expedición. Pero la oferta es tan tentadora que, le aseguro, por compañía no sufrirá.

Detengámonos en El Greco, en la esquina de la 15 Poniente y la 2 Sur. Hay que llegar temprano porque en un santiamén se abarrota de parroquianos sedientos y hambrientos que colman, rápidamente, el reducido espacio de la planta baja del establecimiento -recién me ocurrió que, por llegar tarde, nos mandaron a la planta alta que, hay que decirlo, no tiene nada que ver con la amable y confortable personalidad del salón principal.

En El Greco, como ya había reseñado antes, le servirán, en tres tiempos, las especialidades sencillas de la casa, sin faltar un plato de rajas con huevo, cocinado con maestría y diseñado por una mayora enojona. Por aquello de lo picoso, se entiende. El Greco es un lugar sin pretensiones al que acuden personajes de todo tipo que, en sana convivencia, se dan cita desde hacer varios años para cumplir un ritual cantinero relajado y despreocupado. La sugerencias del bar son interesantes y ajustadas a las normas de costos que campean en Puebla: precios justos y servicio atento, aunque un tanto apresurado, sobre todo entre las dos y las seis de la tarde, cuando el lugar se encuentra lleno a tope.

A El Greco, como a la mayoría de las cantinas botaneras de Puebla, pueden acceder, sin discriminación alguna, hombres y mujeres en bulliciosa convivencia. No es raro que se arme el bailongo, sobre todo los viernes, el día en que la mayoría de los mortales comienzan a transitar por esa ficción llamada fin de semana. No faltan, desde luego, los tríos y las bandas de música norteña que pueden llegar a convertir en un sitio francamente ruidoso a esta venerable cantina.

Vámonos a otro básico: El Marinero. El clásico, que remite, quizá por la ambientación marinera de su decoración, a un restaurante de playa. Pero de playa rústica, estilo Tecolutla o Petatlán, en Guerrero. El caso es que El Marinero recibe decenas de comensales con un caldo de camarón delicioso: minúsculo, pero con una combinación exacta de sabores, temperatura y consistencia. Una buena decisión para abrir el apetito e incitar a la sed. Este es un lugar apropiado para reunirse con los amigos, pues se trata de un espacio amplio, dividido en varios salones, que ofrece un servicio clásico, de vieja escuela, en el que las botanas -quesadillas, guisados caseros- se forman al mismo tiempo que se agotan las cervezas en las mesas de formaica.

Por alguna razón, El Marinero abrió una sucursal en la avenida Juárez y tuvo que imprimirle esa forzada y pretenciosa personalidad que obliga tal calle a todo establecimiento que se erige sobre ella. El lugar de Juárez tiene una disposición curiosa, pues en realidad es un sótano ambientado con monitores de televisión y música de moda. Sin embargo, los propietarios se han encargado de mantener el mismo espíritu en ambos lugares, por lo que siguen conservando su personalidad de "centro botanero" sin mayor problema.

En las ciudades mexicanas, donde el calor significa una tortura imposible, acudir a las cantinas es una costumbre sin concesiones. Lejos del concepto de "antro" son, más bien, lugares donde es posible hablar de política, amor y desamor, planes fantásticos o tropelías inconfesables, en un ambiente que se aproxima a la franca camaradería. En la próxima entrega les cuento sobre "El Negrito", "La Providencia" y los recuerdos que me quedan sobre el sótano, en la cada vez más lejana Torre del Sabor: esa esquina emblemática de la 19 Sur y la 5 Poniente, que tantas marcas ha dejado en la vida del que escribe.




*Muchas gracias, Sony, por tus comentarios: muy pronto presentaremos crónicas sobre la deliciosa cocina de Teziutlán y sus alrededores y vecinos, incluyendo, desde luego, el portento gastronómico de la vecina región veracruzana de San Rafael y Casitas. (De San Rafael, Veracruz, tierra de honorable pasado y destacada vocación, tengo dos memorables visiones: la sazón de ese mítico restaurante que es El Sótano -me dicen que resultó afectado, lamentablemente, por las terribles inundaciones de 1999- y la belleza singular de sus mujeres. De veras, quien visita San Rafael, nunca podrá olvidar estas imágenes)



Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

lunes, abril 17, 2006

Las raíces guerrerenses



Es muy probable -casi un hecho verificable- que la pasión que siento por la cocina provenga de esos recuerdos de mi infancia, en la casa de mis abuelos. Así es, las fotos que ilustran a esta crónica son de la casa de mi abuela Margarita, Mamá Lita, de cuya entrañable ausencia nunca podré recuperarme, pero que me dejó, entre otras cosas, enseñanzas memorables sobre la buena cocina, la cocina del México tradicional o, más específicamente, la cocina guerrerense de Tepecoacuilco de Trujano, Guerrero.

Situada enmedio de un impresionante paisaje de montañas antiguas, huertos y calzadas trazadas durante la colonia y el virreinato, Tepecoacuilco es la tierra de mi madre y mis abuelos. Personas sencillas que debieron lidiar con el calor seco, persistente, que se apodera la región de febrero a junio, antes de las lluvias, pero que ha dotado a esta comarca de una cocina magnífica, sincera y deliciosa.

Comencemos con las entradas. En el patio de la casa de mis abuelos se reunía mi querido tío Ricardo Manzanares, que descanse en paz, con sus amigos. Hombre generoso, de una brillante inteligencia y con un portento de voz y simpatía que lo hacía ser querido, admirado y respetado. Mi tío era un gran cantante y un guitarrista virtuoso. Grabó, incluso, un par de canciones con sus amigos del Mariachi Vargas de Tecalitlán del que, se dice, es el mejor mariachi del mundo. Y yo estoy de acuerdo.

Pues bien, a la sombra de los almendros y tamarindos, se servían entradas sencillas y deliciosas: queso de cincho, que es un tipo de queso añejo, de textura firme y sabor penetrante, cortado en lascas delgadas. El queso de cincho de Tepecoa es una herencia de la antigua manufactura de los quesos madurados que se fabricaban en la vieja España y que se adaptaron muy bien al clima guerrerense.

El queso de cincho es excelente acompañamiento de una buena cerveza... o un mezcal de Guerrero que, en lo personal, me parece una bebida espectacular, dotada de una gran personalidad.

En efecto, el mezcal guerrerense, que se destila en las montañas limítrofes con Oaxaca, tiene un delicioso gusto ahumado y un cuerpo extraordinario. En la Tierra Caliente, la tierra de mi padre -de la que les contaré en otra crónica- sirven en mezcal servido con un chile verde y un trozo de queso -Pino Velázquez y Ceci Rodríguez de Velázquez ya lo probaron y son testigos del prodigio que deriva de esa mezcla-, aunque hay una versión más radical: se pica chile verde y cebolla, y se añade al mezcal. Cuando la mezcla se asienta, es tiempo de darle un buen sorbo al caballito o a la copa, y acompañarlo de una rodaja de lima o limón real espolvoreado con sal gruesa... Uf!!!

Pero sigamos con las entradas en Tepecoa: Pronto, mi abuela Margarita Morales, salía de los fogones con sendas charolas de longaniza recién cocinada, chalupitas, cuando las había, de Chilapa: unas tostadas cóncavas, a las que se añade carne deshebrada, cebolla morada y una exquisita salsa roja cocinada.

No faltaban, entonces, los trozos de costilla cargada: un corte muy especial, salado a la usanza de la cecina, que se asa a la plancha o a las brasas y que conjuga los mejores sabores de la excelente carne vacuna de la región.

Ayer, como hoy, afortunadamente, las tortillas blanquísimas, de maíz puro, llegaban, vaporosas, en las correspondientes servilletas de algodón, listas para que los comensales disfrutarán de las viandas.

Chicharrones, jumiles -¿qué son? ya lo sabrán en una crónica sobre gastronomía indígena- y salsas molcajeteadas completaban la mesa. Y las horas corrían, sin sentirlo, mientras mi tío entonaba esas canciones melancólicas, que llegan al corazón, en las cálidas tardes y las luminosas noches -nunca he visto un cielo con tantas estrellas como el de Tepecoa- del patio de la casa de mis abuelos.

Por eso, quizá, amo a la música y a la cocina. Y por eso, me despido de esta crónica con una estrofa clásica.

Por los caminos del sur
vámonos para Guerrero
porque me falta un lucero
y ése lucero eres tú.

Y me quedo pensando, imaginando como si fuera ayer, a mi tío Ricardo Manzanares Morales, con su risa franca y ruidosa, y su enorme corazón, infinito.

Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

martes, abril 11, 2006

Saber comprar


Esta foto que les muestro ahora corresponde al antiguo Huauchinango, por lo menos a ése de la década de los años 40 o 50, cuando el tianguis sabatino inundaba la plazuela principal. (De hecho, la expresión coloquial, muchos años después, era "voy a la plaza" o "es el día de la plaza", en referencia a la vieja ubicación.

Eran tiempos de calma en los que uno podía acudir al bullicioso mercado para elegir los ingredientes, fresquísimos, que esa tarde habrían de convertirse en suculentos guisados.

¿Qué pasó con la tradición de comprar despacio? Algo ocurrió en las sociedades modernas y cambiamos el recorrido paciente por plazas y mercados para sumergirnos en la vorágine, en el ritmo incesante que nos imponen las ciudades y los, cada vez más, gigantescos supermercados a los que acudimos más o menos mecánicamente.

Me viene la reflexión a propósito de una crónica recién publicada en El País Semanal, sobre el recorrido que los Chefs Arzak y Adriá realizaron por un mercado de Barcelona.

La crónica refiere el cuidado, el amor sincero, con que los renombrados cocineros se concentraban en los frutos, en las materias primas, en los colores maravillosos de tomates, pimientos y cebollas y me recuerda esos tiempos en que cargábamos las canastas de mimbre y esas peculiares bolsas de "mandado", en plan de acompañantes y porteadores profesionales de nuestras amorosas madres.

Ese mismo ánimo debería guiarnos a todos a la hora de escoger lo que habremos de consumir para hacer honor a aquel principio insustituible que nos dice que, al final, somos lo que comemos. ¿No?

Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

miércoles, abril 05, 2006

Xicotepec querido


En las estribaciones de la sierra poblana, antes de iniciar ese abrupto descenso hacia la llanura costera del Golfo, aparece Xicotepec. Conocido, también, como Villa Juárez, su antiguo nombre antes de convertirse en la ciudad y el municipio que ahora es, esta tierra amable se distingue por su hospitalidad, su cocina generosa, su vocación por la cafeticultura y, sobre todo, por la calidad humana de sus habitantes, entre los que tengo a muy buenos amigos.

Vecino de Huauchinango y de Juan Galindo -el municipio donde se asienta Nuevo Necaxa y Canaditas-, Ir a Xicotepec es adentrarse en un recorrido por muy buenas mesas y mejores fogones.

Comencemos con Fanny: se trata de un restaurante modesto, de paso, situado en las inmediaciones de la carretera federal México Tuxpan, justo antes de llegar a Xico -no confundir con el Xico veracruzano, tierra de La Fourcade, que también tiene lo suyo, (la Fourcade y Xico)- donde se cumple un ritual obligado para los desvelados, trasnochadores o curiosos: la cecina con enchiladas que cocinan ahí, acompañadas de su ración obligatoria de frijoles refritos al estilo antiguo, son una celebración que la madrugada suele compartir con el visitante. El corte de cecina y su combinación con las enchiladas representan la salvación y la gloria después de una noche de ajetreos. Y supone una gran diferencia para el día siguiente.

A Fanny he llegado en todas las circunstancias posibles -la más reciente, acompañado de Marissa Lozada, Sosa y Carím- y siempre la satisfacción es la misma: el corte bien cocinado a la plancha, las enchiladas dispuestas con la sazón intuitiva de las cocineras del restaurante, y los frijoles negros, refritos, con su inseparable compañía que son los totopos crujientes. Lo mejor de todo es que el lugar maneja una razonable relación de precios, por lo que no puede haber queja alguna.

Muy cerca, está El Higuero: probablemente, las mejores carnitas de Xico. Servidas en abundantes raciones, al centro, se hacen acompañar de unas extraordinarias tortillas del comal, azules, generalmente; y de muy buenas salsas que aprovechan la producción local de chiles y tomates. Al centro, también, los dueños de El Higuero disponen de platones de frijoles cocinados a los que añaden un secreto: la hoja santa. Una especie local que dota a las leguminosas de un sabor peculiar y delicioso. El Higuero es un lugar democrático al que acuden, todos los días, personas de toda condición que se sienten en las largas mesas a disfrutar de este plato sencillo y delicioso.

Vayamos al centro de la ciudad. Como toda buena ciudad de la sierra poblana, sólo hay una calle que recorre, longitudinalmente, el caserío. Ahí, es imperdonable no visitar un restaurante que ha creado y sostenido su fama a lo largo de los años: La Choza. Bajo la dirección de Migue Goyco, este lugar ha creado un original concepto en el que la cocina mexicana y la española se fundieron para ofrecer al comensal un ambiente donde los sabores han encontrado su mejor expresión: la fabada, los callos y la paella hacen buen matimonio con los cortes a la plancha, los tacos, las sopas y los platillos clásicos de la cocina serrana. La capitán, Conchita -eficiente y agradable- hace que las cosas marchen en el local. Conocí La Choza de los Compadres cuando ésta se encontraba en plena plaza principal de Xicotepec y ahí sostuve largas conversaciones, unas melancólicas, otras festivas. Habrá que visitar la nueva Choza, ahora en lo que fuera el Cine Garza, apenas a unas calles del centro de Xico, pero las referencias siguen siendo las mismas y la pasión y el tesón con que Migue atiende su feudo, inalterables.

La Choza es un lugar para celebraciones. Celebrar a la vida, a la amistad y a la buena cocina que, por fortuna, se sabe apreciar en estos rumbos.

Y, para terminar la jornada -además de probar el café que se produce en la zona y que es, por su calidad, uno de los mejores del país- nada como una deliciosa paleta rellena. Básicas e indispensables, estas paletas se venden, desde hace décadas, en la contraesquina del Palacio Municipal. Sutiles, son un secreto familiar, "nunca renunciaremos a él", me contaba, en alguna ocasión, el propietario. La competencia se extiende a unos metros, con otras paletas rellenas, y, en las inmediaciones, con las paletas "mangoneadas", que comenta Sosa, son muy buenas.

Xicotepec es también un delicioso vino de acachul, ese fruto silvestre que inspiró a los conquistadores para producir el fermentado desde hace siglos y que convirtió a la región en una de las pioneras en la cultura del vino que, en México, tiene un gran pasado. Por cierto, si consiguen una botella de buen Acáchul, disfrúténlo bien frío, o en un vaso corto, en las rocas. Y dejen que los sabores de esta tierra pródiga, al antigua Villa de Juárez, inunde su buen ánimo.


Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

lunes, abril 03, 2006

Parrillas, asados, churrascos y otras delicias


Muchas gracias por sus comentarios, críticas y puntos de vista. Estoy a sus órdenes, como siempre, en la dirección lamesapuesta@gmail.com, en donde, con gusto, responderé a sus inquietudes y dudas.
Por cierto, me complace anunciarles que, en breve, LaMesaPuesta les presentará una sorpresa cibernética que, espero, les agrade.
México es un país de parrilleros profesionales. Expertos en el arte de manipular, simultáneamente, una cerveza helada y una espátula que mueve los bistéces sobre la brasa viva.
Herencia de esa tradición arriera que trazó, sobre el territorio nacional y sus viejos caminos reales, una vocación elemental por un buen trozo de carne asada al carbón o a la leña.
Por eso, prácticamente todo el país reconoce la imagen de una buena carne asada en un fin de semana: los referidos bistécs -esa interpretación autóctona de los cortes, propiamente dichos-, el pollo a la leña, que, en algunos lugares se ha convertido en una auténtica industria competidora de los Popeyes, Churchs y KFC que crecen y se reproducen en nuestras ciudades, las cebollitas y las salsas diversas, en las que no puede faltar un buen pico de gallo y una salsa verde de gusto diabólico. Los más prevenidos llevan también una ensalada de nopales, aderezada con queso fresco, jitomate y cilantro, y los infaltables chorizos y longanizas que, en cada región, tienen su propia y venerable personalidad.
Quizá, esa vocación de la que hablamos fue la pauta para que los avezados argentinos de la década de los 70 -muchos de ellos futbolistas de nivel, como Silvio Fogel, uno de los pioneros, en Puebla- decidieran irrumpir en el mercado restaurantero con su deliciosa propuesta.
Argentina, como se sabe, es tierra de una extraordinaria industria ganadera que, acaso, vio sus mejores tiempos en la década de los 40 y los 50, cuando los productos cárnicos de ese país se exportaban por doquier.
Los argentinos y sus llanuras inmensas, imposiblemente solitarias, desarrollaron una serie de rituales en torno a los asados que, en origen, reunían al finalizar las duras jornadas, en las pampas y alrededor de un buen fuego, a los gauchos hambrientos y festivos. Los trozos de carne, cortados y escogidos por la mano experta, se colocaban, entonces, sobre un pincho de fierro, puesto a prudente distancia de las brasas ardientes.
Y así, nació el asado. Una especie de cocción más parecida al rostizado que al cocimiento directo, sobre los barrotes de una parrilla, que, en todo caso, sería el famoso grill.
La técnica no era desconocida para los esforzados habitantes de Grecia y las tierras del Oriente Medio, donde subsiste -el gyro ateniense es una muestra de ello- y fue exportado, con gran éxito, a tierras americanas, donde obtuvo una singular interpretación en nuestros adorados tacos árabes y tacos al pastor.
Pero regresemos a la historia de los asados argentinos que, finalmente, se establecieron con mucha fortuna por doquier. Algunos se han mantenido, diversificado o perfeccionado. Muchos otros, inspirados más por la moda o la tentación de la franquicia, sucumbieron en tiempos en los que la calidad es, realmente, la diferencia en las proyecciones de largo plazo.
A los restaurantes argentinos -con su deliciosa estela de vinos, empanadas, ensaladas, quesos y pimientos- le siguieron los restaurantes brasileños que, ésos sí, renuncian a la parrilla de barrotes para colocar unas "espadas" con un método de calor por convexión. Y vinieron los churrascos uruguayos, para mi gusto, con una manera distinta de interpretar a la cocina de las brasas y más cerca a las técnicas artesanales que privilegian una visión donde el tiempo es importante.
Por cierto, recién acudí a Don Asado, en la Condesa chilanga, acompañado del buen Rica y previa recomendación de Lanza. Don Asado es la versión que ratifica mi idea sobre la cocina uruguaya: pasión por los detalles, comida sencilla con un sabor extraordinario -hay que probar las pizzas de Don Asado que, dicen, son de lo mejor que hay en la Ciudad de México y en lo cual estoy de acuerdo- y un ambiente relajado en el que la única pretensión es abandonar con dignidad la mesa luego de una tarde de matices interesantes. (Y más interesante es terminar la jornada con un buen Café de la Selva, el mejor del rumbo, en las inmediaciones)
Los mexicanos tienen mucho más opciones ahora. Las técnicas de asado se han perfeccionado -aunque no las parrillas de fin de semana, que siguen siendo de barrotes delgados y donde no es posible tener un buen control de la temperatura-.
En el norte mexicano, las carnes asadas son un acontecimiento cotidiano: en Tijuana, Culiacán, Hermosillo o en el mismo Monterrey, asar la carne es una especialidad cotidiana en las que es difícil tomar partido. Me cuenta mi querido amigo Luis Fernando que el secreto radica en dos aspectos: el orégano con el que sazonan los cortes y las deliciosas tortillas de harina de trigo con las que hacen los tacos.
Como sea, parece que al hombre le cuesta trabajo desprenderse de sus orígenes: no hay duda si pensamos en ese antiguo ancestro nuestro, oculto en las altas montañas o en las planicies desoladas, colocando, al fuego, un trozo de su presa recién capturada, nos legó el mismo apasionado sentimiento. Basta asomarse a los patios, jardines y parques en los fines de semana para comprobar lo certero de tal teoría.
En otra entrega les voy a contar algunas anécdotas, técnicas y recetas que he descubierto alrededor de una parrilla. ¿Ya les dije que la cerveza es imprescindible para tratar cualquier tema, por difícil que sea, mientras las brochetas se cuecen con esa combinación irresistible que le otorga el tocino, la cebolla y el pimiento verde?
Buen provecho y mejor salud!!!
Aldrin Lenin Gómez-Manzanares