martes, febrero 14, 2006

Cuadernos de Viaje II



Hace poco, mi amiga Anilú y yo quedamos para vernos y comer en La Antigua Veracruz. Después de mil planes pospuestos, por fin se nos hizo reunirnos para recordar buenos tiempos preparatorianos y disfrutar de la comida de este lugar, muy cerca del Aeropuerto de la Ciudad de México.

La Antigua es un restaurante tradicional y muy socorrido por el mundo de la aviación, según me cuenta mi amiga querida. Espacios amplios, un servicio eficiente y rápido y un ambiente que encaja perfectamente en el terreno de lo familiar. En efecto, familias felices acudían, en día sábado, al restaurante especializado en comida del Golfo de México, de ese territorio fascinante que es Veracruz de Ignacio de la Llave -(he ahí la explicación de por qué, en muchos mapas, aparece así: Veracruz-Llave)-.

Al centro, las clásicas salsas de mayonesa y chile morita que son la entrada indiscutible para una buena comelitona veracruzana. Se extrañan los totopos, pero creo que fue un olvido involuntario, porque nuestra anfitriona atiende a la petición y vienen las tostaditas indispensables.

Los mariscos, frescos, firmes y con ese aroma delicioso del mare nostrum. Recetas clásicas, como el pescado a la sal que pidió Anilú -pescado al horno, envuelto en una costra de sal marina, horneado en su punto: fresco y jugoso, como debe ser-. Por mi parte, un coctel sencillo, donde los sabores marítimos no son afectados por la influencia maléfica de esa ketchup que sólo-Dios-sabe acostumbran a ponerle a tales platillos. Más tarde, un filete de huachinango a la diabla, bañado con una salsa de chile guajillo y adornado con queso oaxaca que, para mi gusto, le faltó un buen golpe de calor para gratinarse decentemente.

En la Antigua, uno puede optar por los Toritos, una bebida de aguardiente con preparaciones diversas que puede convertirse en algo peligroso, o la sencillez de una cerveza fría en esta época en el que el frío invernal comienza a abandonarnos.

Sencillez, esa rara virtud de los restaurantes mexicanos que, como La Antigua, saben que los comensales acudimos con la sana idea de pasar un rato agradable enmedio de la asfixia que puede significar esta ciudad adorada. (foto:www.gonzalezphoto)

Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

miércoles, febrero 08, 2006

Cuadernos de viaje I



Yo, debo decirlo, tengo una relación de muchos años con las tiendas Sanborns que hay por toda la república mexicana. Y no se trata de poner aquí una colección de alabanzas al establecimiento que, dicho sea de paso, es uno de los más antiguos y respetables de nuestra tierra.

El café de Sanborns -ese café del que, mi amigo, el periodista Álvaro Ramírez, se queja un poco por la intensa actividad neuronal que parece provocar- es un ritual obligado en mi vida chilanga. Y en la poblana, y en la moreliana, y por doquier vaya. Y es que existe algo de familiaridad, de cálida bienvenida a la vida cuando uno se sienta frente a la taza de café y comienza a soñar despierto, a mirar al mundo desde otra perspectiva.

Y ese secreto, esa forma de aproximarse a la realidad mediante el ánimo incomparable de una buena taza de café de Sanborns, me la enseñó don Adolfo Lima, padre de mi entrañable y querido amigo Salvador Salvi Lima. Don Adolfo, una buena tarde -que no se por qué andábamos por los rumbos de Lindavista, al norte de la ciudad de México- me llevó a tomar una taza del café del Sanborns de esa colonia defeña. Y ahí comenzó mi historia con las tiendas que los hermanos Sanborn iniciaran en la vieja e histórica Casa de los Azulejos, en la esquina de Madero y el callejón de La Condesa, en el mero centro histórico de la ciudad de México.

Desde entonces, como decía, voy por el mundo haciendo la vida y encontrándome a Sanborns en todo momento: en las madrugadas, comprando un regalo bajo el apresurado reproche de mi mala memoria; en las mañanas, desayunando una buena orden de molletes gratinados y un fresco jugo de zanahoria; por la tarde, frente a unas "enchiladas suizas" que, como se sabe, ni pican ni son suizas. Pero eso sí, muy ricas.

Frente a la oferta de restaurantes del tipo, este establecimiento ha logrado conservar un cierto espíritu de amabilidad que nadie puede rechazar en momentos de tanto egoísmo. Por eso, me atrevo a recomendarles que no dejen pasar la oportunidad de conocer un restaurante que, justamente, merece el título de histórico.

Por cierto, si quieren pasar una tarde espléndida, visiten el segundo piso de la Casa de los Azulejos y métanse al bar: yo creo que la vista desde ese lugar, es una de las cosas más bellas que puede uno descubrir en la ciudad de los palacios.

Y, por cierto, si nos vemos por ahí, ojalá sea en una de las barras de la fuente de sodas de la vieja casona. Ahí, donde se observa, todos los días, el más democrático ejercicio restaurantero -donde, ni por ocurrencia, creo, sucederían casos tan patéticos como el suscitado en el Sheraton de Reforma-, y donde se sirven, de veras, los mejores desayunos de esta megalópolis amada.



Aldrin Lenin Gómez-Manzanares