miércoles, febrero 08, 2006

Cuadernos de viaje I



Yo, debo decirlo, tengo una relación de muchos años con las tiendas Sanborns que hay por toda la república mexicana. Y no se trata de poner aquí una colección de alabanzas al establecimiento que, dicho sea de paso, es uno de los más antiguos y respetables de nuestra tierra.

El café de Sanborns -ese café del que, mi amigo, el periodista Álvaro Ramírez, se queja un poco por la intensa actividad neuronal que parece provocar- es un ritual obligado en mi vida chilanga. Y en la poblana, y en la moreliana, y por doquier vaya. Y es que existe algo de familiaridad, de cálida bienvenida a la vida cuando uno se sienta frente a la taza de café y comienza a soñar despierto, a mirar al mundo desde otra perspectiva.

Y ese secreto, esa forma de aproximarse a la realidad mediante el ánimo incomparable de una buena taza de café de Sanborns, me la enseñó don Adolfo Lima, padre de mi entrañable y querido amigo Salvador Salvi Lima. Don Adolfo, una buena tarde -que no se por qué andábamos por los rumbos de Lindavista, al norte de la ciudad de México- me llevó a tomar una taza del café del Sanborns de esa colonia defeña. Y ahí comenzó mi historia con las tiendas que los hermanos Sanborn iniciaran en la vieja e histórica Casa de los Azulejos, en la esquina de Madero y el callejón de La Condesa, en el mero centro histórico de la ciudad de México.

Desde entonces, como decía, voy por el mundo haciendo la vida y encontrándome a Sanborns en todo momento: en las madrugadas, comprando un regalo bajo el apresurado reproche de mi mala memoria; en las mañanas, desayunando una buena orden de molletes gratinados y un fresco jugo de zanahoria; por la tarde, frente a unas "enchiladas suizas" que, como se sabe, ni pican ni son suizas. Pero eso sí, muy ricas.

Frente a la oferta de restaurantes del tipo, este establecimiento ha logrado conservar un cierto espíritu de amabilidad que nadie puede rechazar en momentos de tanto egoísmo. Por eso, me atrevo a recomendarles que no dejen pasar la oportunidad de conocer un restaurante que, justamente, merece el título de histórico.

Por cierto, si quieren pasar una tarde espléndida, visiten el segundo piso de la Casa de los Azulejos y métanse al bar: yo creo que la vista desde ese lugar, es una de las cosas más bellas que puede uno descubrir en la ciudad de los palacios.

Y, por cierto, si nos vemos por ahí, ojalá sea en una de las barras de la fuente de sodas de la vieja casona. Ahí, donde se observa, todos los días, el más democrático ejercicio restaurantero -donde, ni por ocurrencia, creo, sucederían casos tan patéticos como el suscitado en el Sheraton de Reforma-, y donde se sirven, de veras, los mejores desayunos de esta megalópolis amada.



Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

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