lunes, marzo 21, 2005

Volver a Bucareli


Pocas cosas en la vida tienen un significado tan abstracto -por su simplicidad- como sentarse a la mesa de un bar tradicional -esas de formaica súper resistente- y tomarse una Pacífico frente a un plato de queso fresco y pata de res a la vinagreta.

Eso ofrece, escencialmente, el Bar Bucareli, contiguo al Relox, que se ha convertido una referencia decente y fresca en las tardes calurosas de esta canícula amenazante. El servicio, parco, sencillo y eficiente, ofrece una somera carta donde predominan las cervezas y licores nacionales. No hay gato por liebre, el Bar Bucareli es un buen lugar para una sopa de fideos y una ración de verdolagas con cerdo que dignifican a una cantina por encima de los excesos o las limitaciones atroces de esta ciudad magnífica.

Basta, por ejemplo, avanzar unas cuadras, rumbo a la Reforma, para darse cuenta que, en cuestión de cantinas, también hay clases. Y me abstengo de comentarios en contra de esta respetable taberna, pero la verdad es que lo mejor del sitio son las fotografías de la vieja calle de Bucareli. Y nada más.

miércoles, marzo 02, 2005

Nicotina y remedios del mismo tipo

Una vorágine. Un huracán pernicioso que dañó mis estructuras elementales me ha llevado, recién, a la Cantina de los Remedios, en Insurgentes, y al restaurante de Diego Luna, en la Condesa.

De la Cantina diré que los vicios de las franquicias se apoderaron de un establecimiento que debería cuidar más los detalles. Sin la cálida personalidad del local poblano, en donde nació el concepto, la versión que se encuentra operando frente al World Trade Center, en el Distrito Federal, tiene ese aire ascéptico que caracteriza a las franquicias exitosas. Una banda -híbrida, entre norteña y marimbera- dedica a la concurrencia una ensalada insípida de lugares comunes de la borrachera. El servicio, esmerado aunque un poco distraído, llega a su fase tiránica en punto de las dos de la mañana, cuando corre a los parroquianos y cambia los vasos por los inefables recipientes plásticos de esa hora de la madrugada.

Un detalle interesante es el carrito de tacos de filete que pasea entre las mesas alrededor de la medianoche. Buenos tacos asados a las brasas, con esa ligera consistencia pastosa de la carne medio hecha.

Se pagan 500 pesos por tres horas de cubas y terrys campechanos. Nada mal, en esta ciudad en la que, por puro snobismo, el Bacardi Blanco se ha convertido en un incomprensible signo de status.

De Nicotina. El sitio es pequeño y se atiborra. Está de moda, ni duda cabe, y la mezcla de diseño y rostros bellos lo vuelve un imprescindible de la noche defeña. Buen servicio, aunque improvisado, ofrece una carta decente con especialidades diversas. Me tocó la noche brasileira y, lamentablemente, no pudimos entender el concepto que los dueños pretendieron presentar: desde luego, las tangas de las brasileñas son más pequeñas.

miércoles, febrero 16, 2005

Una cantina, de Nivel.

En la vieja calle de Moneda, en el costado norte de Palacio Nacional y justo a un lado del que fuera el edificio primigenio de la Universidad -entonces pontificia- aparece la discreta puerta de una de las cantinas más antiguas de la ciudad de México: el famoso Nivel.

Vetusto, el local serpenteante -que incluye unos mingitorios helados con una puerta singular, tiene un halo de respetabilidad al que coadyuva el eficiente equipo de meseros. El Colosio se encarga de llevar al viejo gabinete una Victoria helada, mientras, solícito, coloca un plato de cacahuates -¡ningunos como los de la Cantina de los Remedios!- y papas fritas, esas sí, respetables, al centro de la mesa de formaica.

jueves, enero 13, 2005

El Taquito

Mítico. El Taquito original, el de las calles de Tepito, pretendió trasladar su concepto -el de restaurante taurino- a las calles de Venustiano Carranza, del Centro Histórico de la capuital mexicana, pero creo que su aspiración quedó en intentona.

Veamos.

El martes 11 de enero de 2004 pasado acudí con Loui y Rica, luego de un breve debate en el que se descartaron las opciones del Salón Victoria y el Salón Luz, y encaminamos nuestros pasos al amplio local que El Taquito tiene en la calle de Venustiano Carranza, a tres cuadras del Eje Central.

Un restaurante solitario -probablemente por el día- nos dio la bienvenida. En el amplio salón, que más bien parece nave de una iglesia mediana, el servicio atento de dos meseros nos presentó una carta donde predominan los platos tradicionales de este tipo de restaurantes. Al centro, un plato de tlacoyos y totopos que anuncian como tostadas. Los tlacoyos, buenos, con la sazón siempre entrañable de este minúsculo itacate que, en la Sierra Norte de Puebla, han sentado sus reales. De las tostadas, ni hablar. Decentes en su papel de entremés. Para beber, una Victoria Oscura. Loui y Rica eligieron refrescos de cola. El Taquito no puede sustraerse a esa siniestra estrategia de los restauranteros modernos, que venden refrescos minúsculos -las famosas "coquitas"- para obligar al consumidor a pedir más. Siniestra pero efectiva, si recordamos que México es una de las potencias consumidoras de refresco.

Son las 2:15 de la tarde y al restaurante comienzan a llegar algunas parejas. Ordenamos, entonces, sendas sopas de tortilla. La receta, típica, queda arruinada con un mal chicharrón que, no obstante, permite deglutir el potaje sin mayores aspavientos.

Enseguida, los jóvenes meseros -que, en honor a la verdad, nos brindaron un servicio decoroso y de atención esmerada- llegan a la mesa con dos tampiqueñas y una "Arrachera Taquito" para Loui. En silencio, Rica y Yo entristecemos ante al miserable tira de filete -tengo mis dudas, más bien parecía una tira de pulpa, cortada transversalmente para convertirla en "filete"- los frijoles refritos y los totopos que acompañan a la leguminosa. Quizá, la tampiqueña -que se caracteriza por su generosidad- fue mal interpretada por el Chef y sus mayoras, pero lo único rescatable del plato fue la guarnición de rajas con crema a la pimienta que, de veras, salvó la tarde.

Loui fue más afortunado y parece haber disfrutado, de veras, su arrachera que, por lo menos, triplicaba en tamaño a nuestros miserables cortes.

Al final, sólo un americano, pues las ganas de un postre se esfumaron con la decepción contenida.

El Taquito es, sin duda, una gran institución, alimentada por la publicidad regular que recibía de uno de sus más afamados clientes, Jacobo Zabludovsky, quien refería, en cuanta ocasión se le presentaba, las bondades de este feudo.

El restaurante de Carranza se antoja más para una tarde de amigos, con botana de por medio -recomiendan ampliamente el plato "Licenciado", que incluye carnitas y, creo, carnes diversas-, para nuestro infortunio, la visita, que costó alrededor de unos muy justos 500 pesos por las tres personas, no pudo corroborar la fama que ha cobrado este restaurante singular. Será para la otra.