sábado, marzo 04, 2006

Cuadernos de Viaje IV. La Cabaña y otros lugares básicos


La conocí siendo muy pequeño. Es probable que mi primer contacto con este mítico restaurante haya ocurrido antes de que tuviera conciencia de las cosas, por tratarse de un lugar clásico para los serranos. La Cabaña, el feudo que durante décadas trajo prestigio a don Sergio Melo y su familia, y que se convirtió en uno de los restaurantes más famosos de la vieja carretera México-Tuxpan.

Ubicado en las inmediaciones de la presa de Tejocotal, en un punto intermedio entre Huauchinango y Acaxochitlán, La Cabaña se erige como un símbolo de la buena comida, de los encuentros familiares, de los planes y las pláticas amables en el interior maravilloso de la edificación, cuyo original estructura era toda de madera -tablas cepilladas y costeras, del ocote que abundaba en la región-.

Dani Velázquez, ese gourmet científico y amigo entrañable, coincide conmigo en que la sensación que invadía a uno, apenas trasponiendo las puertas, es inolvidable: una mezcla de aromas de madera, carbón encendido y humedad dan la bienvenida antes de conducirnos a una de las rústicas mesas del feudo. Al centro, para comenzar, una entrada inigualable -e irrepetible porque, salvo la que ofrece La Posta, en Tulancingo, no he conocido una que se le aproxime- de queso crema, chorizo ahumado y salsa molcajeteada.

De veras, el sabor de esa combinación supera las expectativas por lo que, creo, es su secreto: el chorizo ahumado y asado en la parrilla de la gran cocina de La Cabaña, y la sutil liga con el queso y la salsa, de chiles serranos -verdes o morita- y el tomate de la región, con su ligero acento ácido.

Tan famosa era la cabaña, que muchas personas hacían viajes ex-profeso desde la ciudad de México y otros puntos. Prueba de ello es la cantidad increíble de recuerdos escritos en las paredes del restaurante; recuerdos de visitas, de amores suscritos, de pactos de honor, de días felices, de tardes de copas, de conjuras y de celebraciones que se fraguaron enmedio del bosque magnífico que rodea a La Cabaña.

En la escuela primaria tuve, como amigo y compañero, a Fernando Melo, hijo menor de don Sergio, que me invitaba los fines de semana al negocio de su padre: allá ibamos, en una camioneta VW Panel azul, a recorrer los territorios de La Cabaña y a desafiar esa cuesta diabólica de donde pendía una cuerda ídem... para volar como tarzanes improvisados y divertidos entre los árboles añosos.

También podía, uno, pasear en los caballos pony adiestrados ex profeso, o jugar en el parquecillo aledaño.

Pero el hallazgo era la comida: sopas de hongos y flor de calabaza, quesadillas humeantes recién salidas del comal, y esas carnes asadas al carbón, fastuosas y generosas -la costilla de La Cabaña, con su guarnición sencilla de enchiladas y frijoles refritos, no admite competencia-. Cómo no, eran tiempos en que, una comelitona en La Cabaña debía acompañarse con un buen tequila, una cerveza fría o una de esas misteriosas botellas de manzanita de Acaxochitlán, refresco local, ligeramente fermentado, elaborado con las manzanas de ese hermoso pueblo hidalguense.

En La Cabaña sellé muchas etapas. Ahí proyecté lo que, pensaba, era el más importante reto de mi existencia. Y ahí también, espero, volveré un buen día de estos a soñar otra vez. Al fin y al cabo, el tiempo es una secuencia de ciclos y recapitulaciones. Y una forma de reconciliarse con el mundo es ir a La Cabaña, aunque sea para sentarse frente a uno de los ventanales que dan al bosque, pedir una cerveza y dejar que la música de piano de fondo -¡Sí, tenían un pianista!- nos deje mirar a la vida con un ánimo sereno.

Ya vendrán más crónicas sobre otros lugares igualmente emblemáticos: la referida Posta, el Tokopari -luego convertido en Restaurante Texcapa, donde las entradas de tripitas en chiltepín no tienen pierde-, La Molienda, La Choza de los Compadres -proyecto, ahora, de Migue Goyco, entusiasmado con la perspectiva de su recién inaugurada paternidad- y un sitio que quedó grabado en mi memoria por lo insólito de su ubicación: el Chez Heather, en una ladera con vista a la presa de Necaxa. Pero esas, diría la Nana Goya, son otras historias.


Aldrin Lenin Gómez-Manzanares

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